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jueves, 15 de agosto de 2013

Punto crítico

Hasta ahora, había escrito todos mis intentos de novela por orden: primero el primer capítulo, después el segundo, el tercero, el cuarto. Me funcionó de adolescente, cuando tenía mucho tiempo libre y poco criterio, y finalicé tres novelillas en catalán (solo recuerdo el nombre de las dos últimas: Secrets i mentides, Idol Singer). En cuanto quise embarcarme en obras algo más ambiciosas, este sistema de escribir ordenadamente acababa siempre en fracaso. El entusiasmo inicial no tardaba en morir y se ralentizaban las sesiones de escritura. Me atascaba. Mi mente pensaba en ciertos capítulos a los que aún no había llevado, ¿cómo iba a escribirlos ahora, que iba por el cuarto capítulo?


Todo eso, unido a las ansias por revisar lo que llevaba escrito (literalmente no podía escribir ni una línea hasta que no hubiera corregido las 43 páginas que llevaba escritas), hizo que dejara a medias muchas historias. Cinco novelas murieron entre mis 18 y mis 28 años. Asumí que no estaba hecho para proyectos tan ambiciosos y los aparqué. Me conformaría con escribir, de vez en cuando, algún relato suelto. Y escribiría muchas entradas de blog, me puse en serio con él. No aspiraría a nada más.

Hasta que una historia de amor platónico me devolvió el gusanillo. Sería una forma de desahogarme. De dar forma a algo que nunca la tuvo y explicarme a mí mismo, ya de paso, eso que yo no entendía o no quería entender. Por eso, esta historia quería llevarla a buen puerto. Como sabía en qué había fallado con los últimos proyectos de novela, no quería repetirlo. Escribir es una ciencia, me dijo Ottavia: ensayo y error, donde cada cual tiene que encontrar el método que le funcione. Por mi parte, decidí que primero escribiría el final. O no lo decidí: una noche antes de acostarme, tuve que volver a encender la luz para anotar unas frases y vi que eran el final de una historia. La misma que quería contar ahora.

Ya tenía el destino, podía usarlo de punto de partida. Solo faltaba el resto del viaje. Me compré un cuaderno Paperblanks precioso, con partitura de Chopin, y sin pensarlo mucho, escribí la primera escena. La que imaginaba que lo sería, al menos. Entonces, combinando ese punto de partida y el final ya escrito, se me ocurrió una escena intermedia. También la escribí, sin preocuparme de que las cosas encajasen.

Imaginé todos los caminos que podía atravesar el protagonista, y con eso llegó la estructura, y pronto el tono. Brotaron elementos inconexos, una frase, una metáfora, un diálogo. No sabía dónde los encajaría. Así estuve 4 meses, escribiendo a salto de mata, sin orden ni concierto, pero sin parar. Con la certeza de que esta vez sí, era la buena. Nunca me atascaría porque cada día me sentaba a escribir lo que me apetecía. Fue como planear unas vacaciones. Trazar en un mapa la ruta que une todos esos puntos que has encontrado en la guía.

Pasar a limpio el manuscrito fue un caos. Lo más parecido a montar un puzzle de 10.000 piezas que lograré hacer jamás. Mi satisfacción al terminarlo debió ser la misma que ver cómo todas esas piezas diminutas, juntas, forman una imagen. Una historia de principio a fin. La primera que terminaba y de la que estaba orgulloso. Después de 30 años, había sido capaz de llegar hasta allí; solo tuve que encontrar un método que me funcionase. Tomando ese camino, además, encontré un estilo no sé si propio, pero que me gusta: escenas conectadas no por el tiempo cronológico sino por las sensaciones que evocan. Ahora dejo que las ideas nazcan a su ritmo, que vayan llegando, ya les encontraré un sitio.

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