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sábado, 31 de agosto de 2013

De todo lo visible y lo invisible

Después de estudiar cine, durante un tiempo fui incapaz de disfrutar de las películas como hacía antes. Me pasaba esa hora y media que duraba cada película analizando cómo estaba hecha. En la pantalla ya no veía historias contadas con más o menos arte sino una mera sucesión de planos, contraplanos, secuencias, panorámicas, saltos de ángulo, fallos de raccord,  iluminaciones planas o expresivas, pistas que habían plantado los guionistas en cada escena para adelantar futuros giros de guión, tipos de personajes, la idea original. Me llevó años volver a disfrutar las películas sin más, ir al cine o apretar play y dejarme sorprender.


Supongo que por eso nunca he leído muchos manuales de escritura. No quiero que me pase como a mi madre, fotógrafa aficionada que después de un curso de fotografía, se bloqueó: tan preocupada por el diafragma y la luz y el tiempo de exposición que se había olvidado de lo más fácil, hacer clic cuando algo le gustaba tanto que tenía que capturarlo. Creo que en el arte hay mucho de ingenuidad, de frescura del momento. Por parte del creador y por parte del espectador. Confieso que nunca veo los making offs en los extras de los DVDs. Me gusta el hechizo, creer que los involucrados en la película consiguieron crear ese mundo, no que lo rodaron en Australia y que las criaturas fantásticas no estaban ahí y los actores tuvieron que repetir mil veces la toma hasta dar con la entonación exacta.

Pero claro, entiendo que se valora de forma más constructiva una obra de arte si conoces las herramientas, las técnicas y los materiales que tiene que utilizar el artista. Cuando admites que todos los artistas parten con igualdad de condiciones. Y así distingues quién es más diestro y quién más pasional, comprendes los méritos de ciertas obras teniendo en cuenta su época o su técnica. Muy importante todo esto si, además de disfrutar el arte, aspiras también a crearlo.

Con los libros, fijarme en cómo están escritos siempre ha sido algo natural para mí. Destripándolos es como más los disfruto, de hecho. Releo cada frase perfecta hasta entender por qué me lo parece. Decido qué diálogos me gustan y qué características comparten. El dominio de los tiempos. El barroquismo pop de Terenci Moix y las frases-bisturí de Bret Easton Ellis y la difusa frontera entre realidad y magia de Haruki Murakami. Las descripciones más inmersivas y las que solo están de florero. Las metáforas.

Destriparlos, sí. Hasta la última página. Lo hacía ya de pequeño, con los libros tipo "Elige tu propia aventura", que los releía y hacía diagramas hasta comprender su estructura y distribución, sus trucos, las trampas del autor para que intuyeras atajos donde sólo habría abismos y pozos que te llevaban de vuelta a la primera página. Buceo en los libros. Siempre he leído así, supongo que es la única forma en la que sé leer. Pero se parece más a seguir mi propio instinto que al academicismo que intuyo en un taller de escritura. Leo con atención lo que me apetece. No hay más misterios. Leer, leer, leer como único método de aprendizaje. Estos días, por ejemplo, leo El Palacio de la Luna de Paul Auster y me está dando una lección de vida y estilo. Con qué pocos ingredientes comunica, emociona, atrapa, con qué arte los engarza. Me da igual si es una obra maestra o no: yo aprendo.

miércoles, 28 de agosto de 2013

El retrato de Dorian Gray

Los personajes tienen vida propia. Tópico entre tópicos de los escritores. En mi caso, no hay mayor verdad. Para empezar, porque no los creo a partir de fichas. Es lo que recomiendan en todos los manuales de escritura: ordenar toda la información acerca de los personajes, edad, biografía, carácter, forma de hablar, intenciones y deseos, etc. Una cómoda ficha para consultarla en cualquier momento. Siempre lo intento, pero al segundo personaje ya me he aburrido y lo dejo a medias. Me digo que tengo las fichas en mi cabeza, pero no es verdad. Como los Gremlins, acaban campando a sus anchas, traviesos y a menudo ajenos a la historia que les tenía reservada.

Almuerzo a orillas del río de Pierre Auguste Renoir.

A modo de ejemplo: Ruth de El mar llegaba hasta aquí. Es un personaje muy secundario, la compañera de piso de Adán (el personaje del que el protagonista se enamora). Creo que Ruth solo aparece en dos escenas, pero quería que al lector le cayera mal desde el primer momento. La describo así cuando el protagonista llega a una fiesta y ella le recibe:

Ruth fingió que me reconocía, me saludó efusiva, hola, hola, llegas a tiempo, mientras en la cabeza hacía inventario de todas las personas que yo podía ser y no era. Y entonces, a medio pasillo, se giró con una mezcla de curiosidad y desconfianza, como si pudiera ser un vecino cotilla. Y me preguntó aquello, quién eres, todo lo borde que pudo y más. (...) Ruth era minúscula. Sus muñecas huesudas siempre se movían porque siempre estaba alterada y siempre parecía a punto de morder el aire con su dentadura de caballo. Aquella tarde entendí por fin por qué salía con la boca cerrada en todas las fotos que había visto repartidas por el piso.


Me inspiré en una jefa que tuve hace cosa de 10 años, cuando era teleoperador. La típica coordinadora que era todo sonrisas pero te hundía en cuanto tenía oportunidad. Siempre le vi un punto de Alien a su dentadura y para cuando necesité un personaje antipático, pensé en ella. Ni lo dudé. Pero cómo es esto de escribir, que en la siguiente escena importante que Ruth comparte con el protagonista, las cosas se ablandan entre ellos. No diré que se hacen amigos, pero sí derriban muchos muros y se abrazan en la distancia. Nada más lejos de mi intención inicial. ¡Si yo quería vengarme de aquella jefa!

Y sí, lo confieso: creo mis personajes a partir de gente que he conocido. En la mayor parte de los casos, desde el cariño. Todos los personajes importantes de la novela están hechos a partir de pedazos de amigos y conocidos: sus grandes gestas, con las que he aprendido, y todos esos detalles insignificantes en los que no puedo evitar fijarme y que supongo que los describen. Crearlos ha sido un poco como jugar a ser el doctor Frankenstein, porque no me limito a que X personaje sea Y persona real, eso no tendría ninguna gracia. Mezclo, modifico y por supuesto, invento, porque al fin y al cabo la novela es ficción y necesito comportamientos y actos nuevos. Marta, la mejor amiga del protagonista, es la suma de hasta 7 personas de mi alrededor, puestas en una coctelera y añadiendo unas gotas de limón para que al final, Marta sea Marta, y nadie más.

Manejando las vidas de tus personajes puedes jugar a ser Dios, pero ellos siempre se rebelan. No me gustan los escritores que los matan porque sí o que les obligan a hacer cosas que no quieren. Eso al final se nota. Cada personaje es un actor o actriz, tiene su papel, y solo ellos lo conocen. Tú vas descubriéndolo escena a escena, sorprendiéndote y desplegando a su paso la alfombra, la cámara, el micrófono, los focos para que puedan lucirse como merecen. Eso es lo mejor de algunas relaciones: cuando crees conocer a alguien y sigue sorprendiéndote para bien.

lunes, 26 de agosto de 2013

Estudio en escarlata

"Te lo has sacado de la manga". Para un mago, quizá sea un halago. Pero para mí, en pleno montaje de mi historia, fue una indicación clara de que algo no funcionaba bien. Pretendía sorprender, descolocar, por supuesto; que llegado a cierto punto el lector soltara "Ah, claro" al encajar las pistas. En ningún caso ese "No me lo veía venir" que se repitió con el primer borrador de la novela.


Desde que se lo dejé leer a los amigos más cercanos, admiro más que nunca a los buenos escritores de novela policíaca. Cómo consiguen despistarte. Es cierto que si lees de un tirón todos los relatos de Sherlock Holmes, acabas por adivinar los trucos de Arthur Conan Doyle, te adelantas a la solución. Pero hasta ese momento, has disfrutado del placer de que el final siempre te coja por sorpresa. La satisfacción de saberte tonto al no ser capaz de ver que todas las pistas las tenías delante. Tú también podrías haber resuelto el caso pero, claro, tú no eres Sherlock Holmes. El autor ha triunfado con su obra de orfebrería.

Y eso que parece tan fácil cuando funciona en los textos de otros, en realidad exige toda una serie de ajustes al escribir y planificar la historia. Es lo que he descubierto estos últimos meses. Lo que para mí era obvio, para un lector que parte de cero en el mundo que he creado, puede ser confuso o banal. Él sigue leyendo, ajeno a todas las pistas que intento darle y llegado el momento no entiende de dónde salen los nuevos sucesos. Una fiesta de Carnaval al girar la esquina en pleno agosto.

Viviendo cada día con mis personajes, perdí la perspectiva de mi propio texto. Como cuando la conversación viene y va en una fiesta y bromeas sobre un tema que los demás habían olvidado. Te miran como a un loco. Para cuando terminas de dar explicaciones, el chiste ya ha perdido su gracia. La tentación ante esos "Te lo has sacado de la manga", fue irme al extremo, ser obvio desde la primera página. Tampoco funcionó. Tuve que seguir ajustando para que la sorpresa fuera eso y no fuegos artificiales que explotan antes de tiempo.

Escribir es seducir. Tienes que desabrocharte dos o tres botones de la camisa. Ninguno más. Enseñando todas tus cartas demasiado pronto, se perdería el misterio. Nos gusta que nos embauquen lo justo, no que nos mientan ni que nos remarquen lo que ya habíamos entendido. Hay que dosificar la información. Píldora a píldora. Y en el balance entre decir mucho y demasiado poco, ocurre la magia. La sonrisa de complicidad, las manos cogidas, la cama.

sábado, 24 de agosto de 2013

Que empiece la fiesta

La puerta de acceso a una mansión. Así tendría que ser la primera frase de cualquier libro. Con grandes letras de metal, una verja dorada, que pueda abrirse de par en par, y te conduzca hacia un jardín tras el cual se da esa fiesta a la que todavía no sabes si te han invitado. Cuando me da por curiosear en una librería, cojo los libros por sus portadas y por los ecos que despiertan la combinación de autor y título. Pero al final es la primera frase la que decide la compra. Tengo que sentir un flechazo. Admiro a autores como Bret Easton Ellis, capaces de condensar todo el argumento de la novela en su primera frase: "A la gente le da miedo mezclarse con la circulación de los autopistas de Los Angeles" en Menos que cero o "Abandonad cualquier esperanza..." de American Psycho.


Así que me propuse conseguir un efecto parecido con El mar llegaba hasta aquí. El día que me senté a escribir el primer manuscrito, la primera frase brotó sencilla y obvia, como una margarita en el campo: "Siempre llovía". No podía ser otra. Dos palabras que definían la atmósfera de ese mundo que rondaba mi cabeza. Un mundo donde, cómo no, llueve día y noche sobre las ciudades, escena tras escena. Es una parte importante del argumento. Pero no tardé en considerar que como primera frase era algo blanda. Peor que eso: yo, que nunca compraría un libro que empiece con la frase: "Era una mañana de verano y el sol lucía en lo alto", había terminado por sucumbir a la presión climatológica.

Le di vueltas. Mantuve la intención de definir el mundo ya en la primera frase, pero tenía que hacerlo por todo lo alto. Necesitaba algo que sonase poderoso. Que le dejase claro al lector que tenía entre manos una historia donde no solo llovía, también pasaban grandes cosas. Así que retorcí una frase tras otra hasta que di con una que me convenció: "Tanta lluvia lo aplastaba todo". Mucho mejor. Ya no era una simple lluvia, ahora ni los edificios estaban a salvo. Estaba orgulloso de mi hallazgo.

Cuando el primer capítulo original quedó descartado, con él cayó también esa primera frase. Conseguí reubicarla más adelante, en medio de un párrafo, como si ya no tuviera ninguna importancia y me hubiera salido sin pensarlo. Pero lo importante es que mi primera página estaba otra vez huérfana. El capítulo que finalmente se quedaría como el primero empezaba entonces con un "Nadie quiere venir a Granada" que me gustaba mucho, pero que despistaría a cualquiera, ya que la novela, al fin y al cabo, transcurre en su 75% entre Barcelona y Madrid.

La salvación llegó pronto. Un día, hablando un amigo, nos dio por analizar la sensación de dejar a alguien. Esa despedida en el pasillo, el sonido de la puerta a tus espaldas, encontrarte solo con tu maleta en ese rellano y no saber hacia dónde tirar. Me había pasado a mí y le había pasado a él. Y le pasaba también al protagonista de mi novela. De hecho, ése era su punto de partida. Así aporreé unas pocas palabras:

"Un portazo, una maleta y un rellano."

Y supe que ya tenía mi primera frase. Ningún verbo, pero tres acciones claras. Con esa frase, además, acabé de definir la intención del manuscrito. El mar llegaba hasta aquí cuenta la historia de alguien que tiene que atravesar muchas puertas hasta encontrar su sitio. Alguien que, como yo en su día, tendrá que descubrir que los finales siempre son el inicio de algo más. El libro no podía empezar de otra manera que con un portazo. No será la mejor primera frase, pero en cuanto la escribí, supe que había venido para quedarse.

miércoles, 21 de agosto de 2013

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde

El lunes recibí la invitación de otra editorial a mandarles el manuscrito completo. Hacía casi dos meses que no me ocurría. La euforia inicial se disipó enseguida, "ya he pasado por esto", me dije, pero aun así les mandé la novela. Y ahora toca esperar. Una vez más. Estos saltos emocionales, pasar de la euforia a la resignación, son bastante habituales cuando pienso en la escritura. No sé si a los demás les pasará. Recibes una opinión positiva y ya te convences de que tu libro traerá un soplo de aire fresco; enseguida te das cuenta de que no, que tu libro será solo uno más de los 70.000 que se publican en España, que en cualquier librería será solo un lomo delgado, perdido entre cientos, miles de ejemplares de autores mejores y más buscados.


Vienen bien estas curas de humildad. Distanciamiento para volver a conectar. Hace mes y medio, guardé las dos copias impresas de la novela por eso mismo. Llevo desde entonces sin tocarla, sin abrir siquiera el archivo .docx, para olvidarme del entusiasmo que sentí al acabarla y leerla entera y saber qué le parecía a los amigos más cercanos. Tengo que asumir de una vez que quizá para mí sea un libro especial, pero para los demás solo es otro más que seguramente nunca leerán, o lo dejarán a medias.

Tanto me he distanciado que ahora tengo miedo. Miedo de releer después de todo este tiempo y ya no estar enamorado de la historia ni de sus personajes. Que me parezcan blandengues, mejorables. Como cuando te reencuentras con un antiguo amor y no entiendes muy bien qué veías en él para que te gustase tanto. Si ya me entristece cuando vuelvo a leer algunas entradas de blog a las que tenía cierto cariño, y ahora me parecen escritas por alguien inexperto, alguien un poco estúpido a quien no me gustaría conocer, con la novela sería un duro golpe.

Claro que a veces, pocas pero ocurre, al revisitar un texto mío, pienso "¿Esto lo he escrito yo? ¡Pero si es bueno!". Y no negaré que ésa es la mejor sensación del mundo. Esa sorpresa. Es como haberlo escrito para mandárselo a mi yo futuro y darle un mensaje de ánimo. No te rindas, que irás mejorando. Lo dicho, locatis perdido.

lunes, 19 de agosto de 2013

A través del espejo y lo que Alicia encontró allí

"¿Cuánto hay de autobiográfico?". La pregunta estrella. Yo mismo me la hago cuando leo los libros de otros. Ese excitante cosquilleo al pensar que el escritor se está desnudando solo para ti. Por ejemplo, mientras leía La soledad de los números primos, no conseguí apartar la sospecha de que Giordano había escrito la novela con su propia sangre. Era todo tan creíble y crudo que solo podía ser verdad. Con su segunda novela, novela, en cambio, tuve otra sensación: que el autor se colocaba una máscara tras otra, escudándose en soldados tópicos, y solo al final volvía a desnudarse. Era la mejor parte del libro.


Todos utilizamos máscaras. Unos porque el trabajo les exige un rictus de faraón, otros porque no han salido del armario todavía. Yo, que siempre me he considerado tímido, pronto encontré en la escritura el único lugar donde podía ser yo de verdad. Escribiendo me sentía como cuando sabes que vas a estar solo en casa, y no te importa ir desnudo a la cocina. Nunca me ha importado escribir sobre lo que sufría, disfrutaba o rondaba por la cabeza. Me sirve de terapia. Antes lo disfrazaba con chicos heterosexuales que visitaban a su novia en el hospital y cantantes de pop prefabricado que en realidad eran robots. Historias que flojeaban porque aprovechaba la máscara para ocultar mi inexperiencia. Me di cuenta de que escribía mejor cuando hablaba de lo que me resultaba cercano.

Gracias al blog Sombras de neón, me acostumbré enseguida a verter en él mi día a día, sin máscaras. Tanto asimilé este método de escritura, que la novela la empecé con el mismo modo mental. Así, lo que iba a ser un historia de vampiros emocionales, acabó convirtiéndose en un resumen de lo que había aprendido a lo largo de los últimos dos años. Solo al terminar el libro, y dejarlo leer, y sobre todo releerlo yo mismo, me di cuenta de hasta qué nivel me había desnudado. Cosas que no me había dicho ni a mí mismo, ahí estaban, sobre el papel. Una amiga me hizo notar lo simbólico que era que en la última escena del libro, el protagonista termine sin ropa. Expuesto.

Y sin embargo, lo considero una novela y no una autobiografía, porque al final todo es ficción. Podría decirse que he usado lo vivido como documentación. Hay quien entrevista a varias geishas para escribir un libro sobre una de ellas. En este caso, solo tuve que transformar lo que me rodeaba, lo que había vivido yo y observado en mis amigos, coger solo lo que me servía, mezclarlo en la coctelera, exagerarlo, y sobre todo colocar piezas nuevas que encajaran y mejoraran la historia. Al fin y al cabo, no tenemos vidas tan interesantes. Hay que colocarles muchos filtros Valencia y adornos bonitos para que tenga sentido mostrarlas a otra persona. Me divertí mezclando fábulas y cicatrices, que parecieran lo contrario de lo que son.

En El mar llegaba hasta aquí, escenas en apariencia autobiográficas (algunos lectores medio se escandalizan, medio se ríen de que las haya incluido), solo lo son a un nivel emocional. Por ejemplo, ésta del primer capítulo...


Acabó llegando el día que me vi en el espejo del dormitorio, abierto de patas, con otro cuerpo que me aplastaba y Pablo muy lejos, en una silla, meneándose la polla por encima de sus calzoncillos nuevos de Aussiebum. No me miraba a mí, miraba al otro, que tampoco era tan guapo.


Nunca he vivido nada así. La imagen la tomé prestada de la película Wilde, donde Stephen Fry (interpretando a Oscar Wilde) observa a su amante follar con otro en la cama. La película la vi con 20 años, calculo, y me impactó especialmente esta escena. Era morbosa y triste. La rescaté como símbolo del final del amor. Y eso, el final del amor, sí que es algo que he vivido de cerca. Sentirte desplazado e intentar cualquier cosa para que se vuelvan a fijar en ti como antes.

En cambio, esta otra escena del capítulo 2, donde la amiga del protagonista conoce por fin al que será su pareja, tras meses persiguiéndole, y que parece copiada de la peor comedia romántica de Sandra Bullock, me ocurrió tal cual en la Alhambra. Solo que el chico era japonés y nunca llegué a saber su nombre.


Y allí estaba él. Jordi. Después de varios viernes buscándole sin éxito, lo descubrí. En medio de la carretera que lleva al castillo. Mirándome. Bueno, enfocándome con una cámara. Me estaba haciendo una foto. Esta vez pude mirarle yo de frente. No con el objetivo, con mis ojos. Me encendí entera, quería hacer el amor con él allí mismo. Le sonreí y él, después de apretar el obturador, bajó la cámara y también me sonrió. Clic.


Sé que si algún día me propongo escribir sobre una base en Marte, uno de los astronautas seré yo, y Marte una visión desmadrada de todos los Martes que he ido acumulando gracias a cómics y películas, los paisajes áridos recorridos y los sueños de infancia. No podemos escapar de nuestra forma de ver la vida. De cómo la vivimos. Quizá es hora de aceptarlo y abrazarlo. A mí es lo que más me gusta de los escritores: cómo me hablan de mi propio mundo a través de sus ojos. Los suyos y no otros. A veces sientes que sienten como tú y a veces te descubres nuevos detalles. Se crea una atmósfera tan íntima que, sí, llegas a pensar que están contigo desnudos en la cama. Que los conoces de toda una vida. Es un juego. Jugar a reconocerse. La máscara del lector y la máscara del escritor, bailando.

sábado, 17 de agosto de 2013

Hacia tierras salvajes

Mi rincón favorito para escribir siempre había sido la cama. Supongo que influyó el hecho de que me gustara escribir por las noches. Claro que todo tiene sus inconvenientes: tan cómodo estaba en la cama, tan seguro, que terminaba por dormirme o, lo que es peor, acomodarme en la escritura. Leí hace meses que varios escritores famosos (Lewis Carroll, creo, puede que Hemingway) escribían de pie, para mantenerse alerta, en tensión, y que eso se reflejara en la escritura. Más despierta y ágil, con más gancho. Su fervor por no sentarse se contagiaba al lector y este no podía soltar el libro.


Cuando me puse en serio a escribir El mar llegaba hasta aquí, tuve claro que no solo podría escribir en la cama y de noche. Necesitaba más horas. Descubrí que también rendía bien escribiendo por la mañana, antes de desayunar, incluso: que las ideas salían frescas, como recién soñadas. Aproveché la movilidad del netbook para llevarlo a todas partes: a fines de semana en el pueblo de unos amigos, de viaje, a un paseo por Barcelona. Siempre con mi mochila a cuestas.

Entonces me di cuenta de que el enemigo a batir era internet. Escribiendo en un ordenador con acceso a internet ocurre como cuando intento ver una película en casa: por buena que sea, al final siempre la paro un momento, voy al baño, consulto Facebook. Rompo el hechizo. No lo puedo evitar, al fin y al cabo estoy en casa y puedo hacer todas esas cosas. Por eso prefiero ir al cine cuando puedo, porque ahí no queda otra que disfrutar de la película. He pagado por ello y mis sentidos se dejan seducir por la historia, los diálogos y los personajes. Me invitan a formar parte.

Empecé a refugiarme en cafeterías. Si en casa tardaba una o dos horas en revisar cuatro páginas, en una cafetería llegaba a revisar el doble o el triple de páginas en el mismo tiempo. "Has pagado por tu consumición, ahora ponte a trabajar", me decía mi cerebro. Diría que más de la mitad de la novela la confeccioné en Starbucks. A veces digo medio en broma que Starbucks deberían patrocinarme la redacción del próximo libro. No es un lugar barato, pero solo ahí encuentro siempre una mesa tranquila en una esquina, a veces con una butaca; lo más parecido a un "rincón para escritor" que he encontrado. Y además, los camareros me dejan mi espacio y mi tiempo, no tienen prisa por echarme como me ha ocurrido en cafeterías de barrio. Cuando entro y pido un mocca blanco, sé que será una tarde productiva.

Algún día tendré una cabaña en medio de la nada donde ir a escribir. En medio de la nada porque no tendrá internet, pero habrá un lago cerca, por supuesto. Y una chimenea donde lanzar las páginas que no sirvan. Cumpliré todos los tópicos del escritor cincuentón. Hasta entonces, tocará seguir saltando de rincón en rincón en Barcelona. Buscando las pequeñas incomodidades que me mantienen despierto: ya sea el sofá donde tengo que inclinarme sobre la mesa baja o la cafetería donde los turistas hablan alrededor. Creo que es una de las lecciones más valiosas de haber terminado la novela. Escribir puedo hacerlo en cualquier parte. No solo en la cama como antaño. Lo importante no es el lugar: es querer escribir. Y ponerse a ello.

jueves, 15 de agosto de 2013

Punto crítico

Hasta ahora, había escrito todos mis intentos de novela por orden: primero el primer capítulo, después el segundo, el tercero, el cuarto. Me funcionó de adolescente, cuando tenía mucho tiempo libre y poco criterio, y finalicé tres novelillas en catalán (solo recuerdo el nombre de las dos últimas: Secrets i mentides, Idol Singer). En cuanto quise embarcarme en obras algo más ambiciosas, este sistema de escribir ordenadamente acababa siempre en fracaso. El entusiasmo inicial no tardaba en morir y se ralentizaban las sesiones de escritura. Me atascaba. Mi mente pensaba en ciertos capítulos a los que aún no había llevado, ¿cómo iba a escribirlos ahora, que iba por el cuarto capítulo?


Todo eso, unido a las ansias por revisar lo que llevaba escrito (literalmente no podía escribir ni una línea hasta que no hubiera corregido las 43 páginas que llevaba escritas), hizo que dejara a medias muchas historias. Cinco novelas murieron entre mis 18 y mis 28 años. Asumí que no estaba hecho para proyectos tan ambiciosos y los aparqué. Me conformaría con escribir, de vez en cuando, algún relato suelto. Y escribiría muchas entradas de blog, me puse en serio con él. No aspiraría a nada más.

Hasta que una historia de amor platónico me devolvió el gusanillo. Sería una forma de desahogarme. De dar forma a algo que nunca la tuvo y explicarme a mí mismo, ya de paso, eso que yo no entendía o no quería entender. Por eso, esta historia quería llevarla a buen puerto. Como sabía en qué había fallado con los últimos proyectos de novela, no quería repetirlo. Escribir es una ciencia, me dijo Ottavia: ensayo y error, donde cada cual tiene que encontrar el método que le funcione. Por mi parte, decidí que primero escribiría el final. O no lo decidí: una noche antes de acostarme, tuve que volver a encender la luz para anotar unas frases y vi que eran el final de una historia. La misma que quería contar ahora.

Ya tenía el destino, podía usarlo de punto de partida. Solo faltaba el resto del viaje. Me compré un cuaderno Paperblanks precioso, con partitura de Chopin, y sin pensarlo mucho, escribí la primera escena. La que imaginaba que lo sería, al menos. Entonces, combinando ese punto de partida y el final ya escrito, se me ocurrió una escena intermedia. También la escribí, sin preocuparme de que las cosas encajasen.

Imaginé todos los caminos que podía atravesar el protagonista, y con eso llegó la estructura, y pronto el tono. Brotaron elementos inconexos, una frase, una metáfora, un diálogo. No sabía dónde los encajaría. Así estuve 4 meses, escribiendo a salto de mata, sin orden ni concierto, pero sin parar. Con la certeza de que esta vez sí, era la buena. Nunca me atascaría porque cada día me sentaba a escribir lo que me apetecía. Fue como planear unas vacaciones. Trazar en un mapa la ruta que une todos esos puntos que has encontrado en la guía.

Pasar a limpio el manuscrito fue un caos. Lo más parecido a montar un puzzle de 10.000 piezas que lograré hacer jamás. Mi satisfacción al terminarlo debió ser la misma que ver cómo todas esas piezas diminutas, juntas, forman una imagen. Una historia de principio a fin. La primera que terminaba y de la que estaba orgulloso. Después de 30 años, había sido capaz de llegar hasta allí; solo tuve que encontrar un método que me funcionase. Tomando ese camino, además, encontré un estilo no sé si propio, pero que me gusta: escenas conectadas no por el tiempo cronológico sino por las sensaciones que evocan. Ahora dejo que las ideas nazcan a su ritmo, que vayan llegando, ya les encontraré un sitio.

lunes, 12 de agosto de 2013

Por el camino de Swann

"¿Has pensado en autopublicarte?" No solo dice eso el anuncio que me aparece a mano derecha de forma recurrente. También es la pregunta que, tarde o temprano, salta cuando le explico a alguien cómo funciona y cómo está ahora mismo el panorama editorial. La crisis hace que se arriesgue menos en autores que no son valores seguros, que haya menos personal para leer los manuscritos que llegan (cada vez más, porque hay más gente con tiempo de escribir). Ante semejante colapso, lo de autopublicarse parece la salida lógica, ¿no? Me pregunta mi amigo.


Para mí, sería como tirar la toalla. Asumir que ninguna editorial apostará por mi libro. Que seré otro de esos aspirantes que se quedan en el banquillo y que nunca pasarán por los procesos de corrección y diseño profesionales, que no tendrán la promoción y visibilidad que justifican la existencia de editoriales. Ese proceso que hace que un libro en una librería tenga cara y ojos, un acabado muy cuidado, con solapa o (si hay suerte) tapa dura y una portada bonita, bien diseñada.

Claro que entonces descubres que Marcel Proust tuvo que pagarse de su bolsillo la primera edición de Por el camino de Swann, obra rechazada por los editores de su época. Luego llegarían los premios, los demás volúmenes, el prestigio, la aparición en los puestos más altos de todos los ránkings de mejores libros de la historia. Mark Twain autopublicó Huckleberry Finn, Edgar Allan Poe hizo lo propio con su primer libro de poemas (y poco antes de morir, su intención era volver a hacerlo), Virginia Woolf también autopublicó la mayoría de sus obras. Etc. Es decir: muchos autores que hoy los críticos admiran y sirven de ejemplo en todas las escuelas de escritura, tuvieron que pasar primero por el trance de autopublicarse porque ningún editor confiaba en sus libros.

Me gusta especialmente el caso de Beatrix Potter. Un editor le dijo que esos cuentos ilustrados con las aventuras de un conejo eran "demasiado caros de publicar". Así que ella misma financió una primera tirada y el editor que la rechazó, al ver materializado el libro y poder tocarlo, hojearlo, quedó prendado de la historia y los dibujos. Solo entonces le vio todo el potencial. Los niños lo adorarán, pensó él. Y así fue.

Por eso, empiezo a pensar que autopublicar El mar no llegaba hasta aquí no significaría rendirme sino probar otro camino. Confío en mi novela. No solo le tengo cariño a sus personajes, además estoy orgulloso de que sea el primer libro que termino. Creo que es justo lo que tenía que escribir ahora y con lo que tengo que darme a conocer o intentarlo al menos. Todavía guardo la esperanza de que alguna de las editoriales y agencias que ahora están leyendo el manuscrito, lo vean digno de publicarse en sus filas.

Pero también soy consciente de que mi libro tiene peculiaridades. Si yo fuera editor, me preguntaría a qué público le vendo un libro con sexo explícito entre hombres, y elementos fantásticos, y numerosas referencias pop, y un argumento que gira alrededor de las señales y mi convicción de que todo ocurre por algo y al final las piezas siempre encajan. Escribí el libro que a mí me gustaría leer, ¿por qué debería existir otra persona con interés por sumergirse en sus páginas? No lo sé. Y sin embargo, me gustaría averiguarlo. Si alguien conectará con esta historia que escribí para mí. Si puede aportarle algo.

Veremos qué camino tomo. De momento, cuando ahora los amigos me preguntan si no he pensado en autopublicarme, respondo: "No lo descarto".

domingo, 11 de agosto de 2013

¿Así que quieres ser escritor?

He decidido que quiero leer las poesías completas de Charles Bukowski. El motivo está muy claro. Ayer me hizo llorar un anuncio de whisky. Resulta que el texto que leen encima de una música emotiva e imágenes épicas es un poema suyo. Y hace justo un mes que llegaba a mi vida otro de sus poemas. Así que toca leerle, no hay duda.


En 1944, Bukowski publicó en una revista su primer relato, titulado "Secuela de una larga nota de rechazo". Sabía bien lo que era que rechazasen sus novelas e historias pues no tenían ningún éxito entre los editores y acababan todas en lo más profundo del cajón. Así que, ante un panorama tan poco acogedor, ese joven de 24 años perdió la ilusión por la literatura y la aparcó de su vida durante una década.

Se dedicó a beber, a follar con mujeres, a encadenar trabajos basura. Pero escribir sale de dentro y es incontrolable. Una necesidad ardiente. Y así debe ser, como da buena cuenta el propio Bukowski en este poema que escribió cuando ya alcanzó la fama. Sus palabras me han removido de arriba abajo y han dado pie al anuncio excelente que comentaba antes. Ojalá os inspire. Habla el maestro.



"¿Así que quieres ser escritor?"
(Charles Bukowski)

Si no te sale ardiendo de dentro,
a pesar de todo,
no lo hagas.
A no ser que salga espontáneamente de tu corazón
y de tu mente y de tu boca
y de tus tripas,
no lo hagas.
Si tienes que sentarte durante horas
con la mirada fija en la pantalla del ordenador
ó clavado en tu máquina de escribir
buscando las palabras,
no lo hagas.
Si lo haces por dinero o fama,
no lo hagas.
Si lo haces porque quieres mujeres en tu cama,
no lo hagas.
Si tienes que sentarte
y reescribirlo una y otra vez,
no lo hagas.
Si te cansa sólo pensar en hacerlo,
no lo hagas.
Si estás intentando escribir
como cualquier otro, olvídalo.

Si tienes que esperar a que salga rugiendo de ti,
espera pacientemente.
Si nunca sale rugiendo de ti, haz otra cosa.

Si primero tienes que leerlo a tu esposa
ó a tu novia ó a tu novio
ó a tus padres ó a cualquiera,
no estás preparado.

No seas como tantos escritores,
no seas como tantos miles de
personas que se llaman a sí mismos escritores,
no seas soso y aburrido y pretencioso,
no te consumas en tu amor propio.
Las bibliotecas del mundo
bostezan hasta dormirse
con esa gente.
No seas uno de ellos.
No lo hagas.
A no ser que salga de tu alma
como un cohete,
a no ser que quedarte quieto
pudiera llevarte a la locura,
al suicidio o al asesinato,
no lo hagas.
A no ser que el sol dentro de ti
esté quemando tus tripas, no lo hagas.
Cuando sea verdaderamente el momento,
y si has sido elegido,
sucederá por sí solo y
seguirá sucediendo hasta que mueras
ó hasta que muera en ti.

No hay otro camino.
Y nunca lo hubo.

sábado, 10 de agosto de 2013

Las correcciones

A mediados de 2012, terminé de pasar a limpio el manuscrito y escribí el primer FIN de la novela. Estaba convencido de que era el final del proceso. La historia estaba cerrada, los capítulos bien ordenados. ¿Qué podía faltar? Pues corregir. Horas y horas de revisiones, hasta el punto de que he pasado más tiempo revisando que escribiendo (aunque en realidad, las dos cosas son lo mismo: no puedes revisar una página en blanco). Para que os hagáis una idea: tardé apenas cuatro meses en redactar el manuscrito y año y medio en darle su forma, ahora sí, definitiva.

"Cielo y Agua" de M.C. Escher.

"Este capítulo no funciona", dijo el primer lector. Y me sentó como una bofetada. Era el capítulo al que más cariño le tenía. Contrariado, dejé que la novela reposara algunos días. Al retomarla, comprobé que el chico tenía razón. Ese capítulo no funcionaba: era el prólogo, un avance de cosas que sucedían más adelante en la historia. Lo quité provisionalmente, ya vería luego dónde colocaría todas esas escenas. Pero ocurrió algo muy curioso. Al quitar ese prólogo, de repente, la novela creció. Entendí por fin de qué iba la historia. Tan hechizado estaba con ese prólogo, tan ofuscado, que no me daba cuenta de la aventura del protagonista.

Encontrar esta esencia exigió meses de cambios: cambio de estructura (el segundo capítulo pasó a ser el primero, la carta de bienvenida, y eso le dio una importancia que no había visto hasta entonces), cambio de estilo, cambio de importancia de las tramas. La novela de amor platónico se convirtió en esa historia de superación que yo imaginaba. La reconstrucción, pieza a pieza, de Leo. Ayudaba leer en voz alta y cambiar de soporte: imprimir lo escrito para alejarse de tanta pantalla, leerlo con ojos renovados.

Superado el tabú de quitar un capítulo entero, me atreví a quitar otros párrafos, escenas, frases que entorpecían la lectura. El manuscrito pasó de 200 páginas a 170. Era una extraña sensación, ésta de ver que una frase mejoraba cuanto más desnuda estaba. Hasta ahora, siempre había pensado que se embellece con los adornos, vestidos, disfraces, maquillajes y oropeles. Pero no. Por fin entendí eso que había leído en una web de consejos para escritores. Hay que ser libertino en la escritura y sacar al crítico despiadado en la corrección. Corregir es como limpiar el escritorio: por mucha pena que te den esas postales que cogiste en un bar, en el fondo sabes que no vas a hacer nada con ellas, solo estorban. Agradecerás prescindir de ellas.

Disfruto con la frescura de autores como Jordi Sierra i Fabra, que estructuran bien la novela y luego la escriben del tirón en dos semanas, solo hacen una corrección de fallos ortográficos. Y admiro a autores como Gustave Flaubert, que se pasaban años perfeccionando sus manuscritos, fijándose en cada frase y en cada escena con la minuciosidad de un relojero. Yo no tengo tanta paciencia (ni tanto talento, claro).

"Tienes que parar", te dicen entonces un amigo o tu cerebro. Ese día relees lo escrito y no solo no cambiarías ni una coma, también jurarías que no lo has escrito tú sino otra persona. Un libro cogido al azar de la estantería. Tras mil revisiones, lo has logrado. El material valioso ya estaba ahí, faltaba sacarlo a la luz. Como el escultor que pica el mármol para encontrar la estatua del David.

jueves, 8 de agosto de 2013

La delicadeza

Hace cuatro días que abrí el blog y una de las cosas que más me está gustando es el diálogo que se establece con los lectores que comentan las entradas. Ellos (y ellas) amplían temas por los que yo había pasado de puntillas o comentan detalles en los que no caí al escribir. Por ejemplo, SmoothCriminal, hablando de títulos, remarcaba lo evocadores con esas canciones tituladas con algo banal, a veces la primera frase que se canta o en todo caso una que no se vuelve a repetir. En vez de recurrir a lo fácil, el estribillo, te invitan a profundizar en la letra.


Eso también me gusta en los libros. Que sus títulos no resuman el contenido del libro ("La aventura del temible corsario", por un suponer, como si solo con la portada ya lo hubieras leído todo) sino que evoquen algo aparentemente sin importancia, pero al mismo tiempo contengan toda la esencia de la historia. Al llegar a la escena en cuestión exclamarás "así que era eso". A veces, incluso, el título no se menciona en todo el libro y sin embargo, no hay otro título posible. La soledad de los números primos, por ejemplo.

Es el poder de la sugestión, de la sutileza. Decir sin decir. Algo que se va aprendiendo con el tiempo, supongo. En los primeros manuscritos me excedía en los detalles, no vayan a ignorar los demás que el dormitorio tiene una cama y una mesita y un armario y una silla. Me veía con la obligación de relatar paso a paso todo lo que ha hecho el personaje a lo largo del día. Luego fui depurando y me atreví con las elipsis, me animé a insinuar con los gestos más que con las palabras del personaje.

Así pasé de frases como ésta: "Le odié por haberme engañado, no solo acostándose con otros, también haciéndome creer que era incapaz de hacer algo así" a otras como: "Quise arrancarle las pecas de las mejillas". Dicen lo mismo, pero no provocan la misma sensación.

Eso sí, al final, confieso que acabé sin saber si había dicho demasiado o demasiado poco en cada escena. Daba por hecho que se entendería lo que quería decir siempre y a la vez me preguntaba si el título del libro no sería demasiado explicativo. A tal punto llegó la paranoia. Tan metido estaba en mi novela que ya no discernía cómo había dosificado la información. Cuesta conseguir un equilibrio, pero para eso están los primeros lectores: ellos determinan cómo alguien leerá tu libro partiendo desde cero. Al menos, a mí me ayudaron mucho con sus "Esto ya lo daba por hecho, no incidas más en ello" y sus "Jamás lo hubiera imaginado". Se trata de ir afinando poco a poco, hasta dar con la nota exacta.

Como esos Blue Jeans de Lana del Rey que apuntaba SmoothCriminal: los tejanos se mencionan de pasada nada más empezar la canción, no vuelven a aparecer, pero tiñen la atmósfera de la canción. Con más sutileza que si hubieran descrito por completo al chico que los lleva. Un esfuerzo que hay que repetir en cada página y cada parte del libro (no solo en el título, también en el texto de la contraportada o incluso en la propuesta editorial). Pero merece la pena cuando alguien te dice: "qué buena esa frase, cómo la entiendo".

miércoles, 7 de agosto de 2013

Las leyes de la atracción

Mil gracias por contactar con nosotros y por confiarnos la lectura de tu novela. Lamentablemente no vemos oportuna su inclusión entre los libros que representamos actualmente, especialmente por el poco margen de acogida de nuevos autores con el que contamos en este momento, tal y como te comenté. Te felicito por la escritura, eso sí. Es una primera novela más que digna y espero que pueda llegar pronto al público lector; siento mucho que no vaya a poder ser a través de nuestra agencia.

Así rezaba la primera carta de rechazo que recibí. Sabía que tarde o temprano llegaría, no iba a tener tanta suerte de que me aceptasen la novela a la primera. Pero aun así dolió. A nadie le gusta que le digan que su obra, esa en la que lleva dos años trabajando, no gusta, o no lo suficiente. Y en el fondo, debo considerarme afortunado. Porque era una carta educada, muy lejos de ese "Usted no domina la lengua inglesa" que recibió Rudyard Kipling como respuesta a su Libro de la selva. Luego el hombre ganó el Premio Nobel.


La verdad es que por más que leas las historias de autores ahora famosos que fueron rechazados en sus inicios (recomiendo las 3 entregas del artículo de Papel en blanco), una parte pequeña de ti, confía que saltará esas barreras. Que no sufrirás 12 rechazos como J.K. Rowling ni tendrás que insistir durante cuatro años como Agatha Christie ni verás que rechazan tus tres primeras novelas como Stephen King. La realidad es distinta. Eres solo otro minúsculo grano de arena en la playa. Pero no quieres desfallecer como John Kennedy Toole y y sigues buscando esa editorial que apueste por tu libro.

Para allanar el terreno, lo mejor es una buena carta de presentación, acompañada de un documento conocido como propuesta editorial. Hoy en día casi ninguna editorial acepta manuscritos no solicitados. No tienen tiempo ni ganas de leerlos. Por internet encontraréis mil indicaciones distintas de cómo elaborar este primer acercamiento, pero a mí me resultaron muy útiles los consejos de Neus Arqués en Marketing para escritores y los del libro Escribir Ficción. Recomiendan cosas contradictorias, pero mezclándolas, éstas fueron mis conclusiones de lo que necesita una buena propuesta editorial:
  • Presentación del proyecto. Título, tipo de obra, número de páginas, estructura...
  • Sinopsis. Algunos recomiendan que ese resumen del argumento se extienda como mínimo una o dos páginas, pero otros prefieren simplemente sugerir en un par de párrafos de qué trata a grandes rasgos la novela, creando interés sin desvelar nada importante.
  • Con qué autores te comparas. Autores, no novelas. Una forma fácil de que el futuro lector se haga a la idea de tu estilo. Pero ojo, también recomiendan que indiques en qué te diferencias de ellos, porque al fin y al cabo, se trata de que demostrar que aportas algo nuevo.
  • A qué público va dirigido el libro. Cuanto más específico seas al describir a tu lector ideal, mejor.
  • Por qué tú eres la persona indicada para escribir este libro. Tu experiencia personal, tu visión, qué te motivó a empezar la historia.
  • Tu vinculación con los libros. Si escribes en alguna revista, si ya tienes otros libros publicados, si has ganado algún concurso destacable...
  • El primer capítulo. O más, según lo que pidan (alguna editorial pide 50 páginas, por ejemplo).
Escribir este documento supone un choque, al menos para mí lo fue, porque se parece más a una transacción mercantil que a algo artístico. Por primera vez, ves tus 180 páginas, a las que tanto cariño tienes, no como obra sino como producto. El matiz es importante. Pero es lo que toca ahora, al fin y al cabo tu intención es que se acabe vendiendo en librerías.

Así que creas un PDF con los puntos bien desarrollados, lo resumes todo en una carta de invitación con gancho, que invite a abrir el documento, seleccionas las editoriales y agencias donde crees que puede encajar tu libro (¡no vas a mandar una novela de misterio a una editorial especializada en ensayos!), añades un poco de personalización en base al destinatario (que noten que te diriges a ellos y no es un simple corta y pega), lo envías... y cruzas los dedos.

Como dice Neus Arqués, la mejor respuesta que puede recibir una propuesta editorial es la invitación a mandar el manuscrito completo. Solo queda esperar.  Tal como está el panorama hoy en día, muchas veces ni siquiera responderán. Y llegarán muchos rechazos. Pero ¿será verdad esa máxima? Con cada no, estás un paso más cerca del sí.

A modo de ejemplo, aquí os dejo el documento con propuesta editorial + primer capítulo de El mar llegaba hasta aquí, tal como lo mandé a editoriales y agencias.

martes, 6 de agosto de 2013

La importancia de llamarse Ernesto

¿Antes o después? ¿Cuándo hay decidir el título de tu libro? Algunos defienden que no hay que empezar a escribir ni una palabra hasta no tener el título muy claro, porque así servirá de brújula para todo lo demás y facilitará el camino. Otros defienden lo contrario, que el título es lo último que se decide, cuando ya la historia y su esencia están grabadas a fuego y así, además, el título no las ha constreñido.


Personalmente, me sitúo en medio de ambas posturas. Es cierto, me gusta empezar a escribir una vez ya tengo un título, pero soy consciente de que se trata de uno provisional. Pobre y descriptivo sin más, solo para llenar la primera página en blanco y para tener un nombre con el que referirme al recién iniciado proyecto. Me sirve como timón inicial.

Por ejemplo, en sus inicios, El mar llegaba hasta aquí se titulaba Adán y los últimos vampiros. También barajé otras opciones, como El vértigo. Hasta que una tarde, con el manuscrito ya cogiendo forma y más clara en mi mente la historia que quería contar, estaba hojeando el libro Haiku-dô de Vicente Haya y un poema saltó de sus páginas.

Dijo: "Antaño, el mar
llegaba hasta aquí"
y puso más leña en el fuego
(Hosai)

Y supe que ahí estaba el título. Me gustaba el paisaje que evocaba y además encajaba para mi novela como si se hubieran escrito a la vez. Los títulos siempre llegan así: de la nada. Tardará más o menos, pero cuando lo tienes delante, no lo dudas: es ése. Supongo que debe ocurrir lo mismo cuando buscas un nombre para tu hijo. Un día, lo bautizas y no hay vuelta atrás. No tendría la misma cara con otro nombre.

Un título es como el horizonte: delimita y a la vez ensancha, da un objetivo pero múltiples rutas. Vosotros, ¿qué métodos usáis para elegir título? ¿Cuándo lo decidís?

lunes, 5 de agosto de 2013

FIN...

Alivio. Un amigo me preguntaba el otro día qué fue lo primero que sentí al terminar de escribir mi novela. Podría haberle dicho: orgullo, alegría, satisfacción, liberación... y todo eso sería verdad, en parte. Pero sobre todo sentí alivio. No era para menos: después de dos años sin pensar en otra cosa que esos personajes, esa historia, ese mundo, por fin podía pasar página.

"Typewriter and Heart" de Mikel Jaso.

Escribí la palabra "FIN" en la última página y me fui a dormir, aliviado. Eran las 6:52 de la mañana. Tan ilusionado estaba con haber terminado mi primera novela, pensé que lo demás vendría rodado. La llevaría a registrar, podría dejarla leer a los amigos, la mandaría en un paquetito a diversas editoriales, y alguna la leería y querría publicarla cuanto antes. No tuve en cuenta que las cosas nunca son tan fáciles.

Quedaban (quedan) muchas etapas por superar. Porque al terminar de escribir un libro, empieza otra aventura: la de darlo a conocer. Al fin y al cabo, todos escribimos para que nos lean. Y la aventura de publicar a menudo se vuelve odisea, tan desorientado y abrumado te sientes cuando las puertas se cierran y no sabes por dónde seguir. En esos momentos, siempre he agradecido encontrar a otros escritores y otras escritoras que en blogs, foros, webs compartían sus experiencias. Sus primeros chapoteos en el mundo editorial.

De ahí la decisión de abrir este blog. Para contar mi viaje. Cómo contacté con editoriales y agencias literarias, cómo y por qué escribí El mar llegaba hasta aquí, compartir citas que me han inspirado últimamente, comentar noticias de otros autores enfrentados a su debut, etc. Todo lo que no cabía en Sombras de neón. Todavía no sé si este viaje tendrá o no el ansiado final feliz. Mientras se resuelve la incógnita, me apetece contar aquí cada etapa.

Lo más curioso es que mi propia novela ya me avisaba de esa odisea a la que me enfrentaría. El primer capítulo empieza así:

Un portazo, una maleta y un rellano. Así terminan todas las historias. También la mía con Pablo. Lo más difícil, dejarle, ya estaba hecho. Con ese paso, empezaba un viaje sencillo: solo tenía que salir a la calle de nuevo y atravesar esa lluvia que no terminaría nunca. Llegar a alguna parte. Se escuchaba todavía el eco de nuestros gritos a lado y lado de la nevera, pero acabarían desapareciendo, lo sabía muy bien. Se evaporarían igual que los besos de buenas noches y las ganas de viajar, porque sí, en eso nos habíamos convertido Pablo y yo, al final, una historia, otra más. Siete años de relación que en adelante se podrían resumir con un par de frases, antes de cambiar de tema.
Y ahora qué, me pregunté al mojarme.

En esas estamos. ¿Y ahora qué?