La semana pasada, un amigo se embarcaba en la aventura de la autopublicación. Llevaba casi un mes contándome un proceso que conozco bien pero siempre se siente como nuevo y emociona leerlo de otras manos: terminar el relato, revisarlo, comprobar que sí, que se sostiene, buscar una imagen de portada. Él se atrevía a ir más allá y apostaba por darlo a conocer. Ahí sí que entró en terrenos que yo desconocía: editó el archivo como RTF, lo ajustó a los parámetros de Kindle, lo envió a Amazon para Amazon... et voilà, al día siguiente vio la luz. Resultado: tras 24 horas de intensa promoción, lo habían comprado apenas media docena de sus cientos de seguidores en las redes sociales.
Y me dio pena. Porque por mucho que él se riera, un encogimiento de hombros modesto, "así son las cosas", y de hecho ya antes de publicarlo me había dicho que no esperaba grandes resultados... pienso que en el fondo todos escribimos para que nos lean. Y estamos convencido de que así será. Que escribiremos y nos leerán con los brazos abiertos. A mí me ha pasado. Mientras redactaba la novela, una parte de mí, pequeña pero implacable, sentía que estaba escribiendo algo importante, que perduraría. Algo que el mundo necesitaba leer justo ahora. Cada "me gusta" a una publicación referente al manuscrito la veía transformada en el futuro en cientos, cuando no miles, de ventas.
En cuanto la terminé, la mandé a muchos amigos y pocos se volcaron en ella. La mayoría la dejaron para más adelante. Para cuando tuvieran tiempo. No pude entender cómo no la devoraban en menos de un fin de semana. Así que la mandé a más gente, con los mismos resultados. La única realidad es que a nadie le importa eso que has escrito. Como se suele decir, los escritores predicamos en el desierto. Una entrada de blog puede que tenga más o menos aceptación, se ve como algo simpático y que se lee en un par de minutos. Pero algo más largo requiere esfuerzo y concentración, y la gente tiene cosas demasiado importantes por hacer, mil cosas antes que sentarse a leer durante quinte minutos o media hora ese escrito al que tanto cariño le tienes.
No lo comprendí hasta que alguien me pasó a mí un texto suyo para que le diera mi opinión y permití que se escurrieran las horas y los días sin darme cuenta. Y sin leerlo hasta mucho tiempo después. No porque tuviera lecturas pendientes (la excusa preferida: "no es que no lea, es que tengo tanto por leer") o un exceso de trabajo, sino simple y llanamente porque ya bastante cómodo estaba en mi mundo como para sumergirme en el de otro. Al menos no estaba mirando el reality show de turno, me consolé. Supongo que entonces no fui consciente de que yo no era el único que había aporreado el teclado hasta altas horas, depositando ilusión en cada palabra, ni tampoco el único enamorado de sus personajes, ni mucho menos el único creyéndose ese elegido que algún día alguien descubriría. Todos nos creemos únicos.
Leí hace tiempo que un artista solo necesita 1000 seguidores fieles para poder vivir de su arte. Entonces me pareció una cifra razonable. Asumible, incluso. Ahora asumo que a un cantante quizá le resulte más o menos sencillo porque todos escuchan música, pero ¿leer? ¿Eso quién lo hace? Si hasta yo que me considero lector empedernido puedo tener temporadas en las que me demoro una semana o un mes con el mismo libro.
Y cuando pienso estas cosas me siento fatal, porque sé que nunca debería escribir para que me lean ni mucho menos para ganar dinero con ello, sino para mí mismo. Como escribo un diario o como pienso tantas cosas que no luego no llegan a materializarse. Pero no puedo evitarlo. Escribo y deseo que alguien me diga que eso es lo mejor que ha leído en su vida. Y cuando eso no ocurre, y no ocurrirá nunca, me da por jurarme a mí mismo que lo conseguiré la próxima vez, con el siguiente texto. De un proyecto naufragado al siguiente. Lo que falla en todos los casos es la mentalidad. Porque escribir ya escribo para mí, siempre me propongo escribir el libro que a mí me gustaría leer en ese momento exacto. ¿Por qué debería interesarle a nadie más? Tendría que sentirme satisfecho de haberlo terminado y de poder compartirlo al fin, tanto con aquellos que sí lo leen como esos otros que lo dejan a medias. Sí, quizá sea bastante recompensa haber llegado a puerto. Otras veces no lo logré y esta vez sí. "¡Vuelé! ¡Vuelé!", que diría el pterodáctilo de En busca del Valle Encantado.
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